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CAPÍTULO 50 - EL ORGULLO
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CAPÍTULO 50 - EL ORGULLO
CAPÍTULO 50 - EL ORGULLO
- LO QUE NO ES APROPIADO -
Este es el capítulo 50 de un total de 200 –que se irán publicando- que forman parte del libro RELACIONES DE PAREJA: TODO LO QUE NO NOS HAN ENSEÑADO Y CONVIENE SABER.
Básicamente, hay dos tipos de orgullo. Uno que surge por causas nobles, que se asemeja a la dignidad, a la defensa del honor y el derecho al respeto y que aporta una agradable sensación de satisfacción personal, optimismo y confianza. Se distingue porque es muy suave, no lleva mala intención, y hasta llega a ser bueno.
El otro, el que no es bueno, surge de la vanidad, de la arrogancia, de la chulería, del engreimiento, de ese aire de superioridad que algunos mantienen y lleva a un estado en el que uno se instala erguido… pero sobre el pedestal de un ego herido. Es de éste del que voy a tratar.
El orgullo es un obstáculo incómodo e innecesario en cualquier tipo de relación: tiende a enturbiarla y estropearla, pero en la relación de pareja es aún más grave. En el orgullo se mezcla la tozudez, la inseguridad, un complejo de superioridad y bastante de mala autoestima. Quien sea orgulloso, que revise todos estos aspectos suyos y no permita que afecten a la relación.
Es el hombre quien tiene más tendencia a permitir que su orgullo se entrometa en la relación, pero algunas mujeres –sobre todo las que, ya desesperadas, han entrado en una guerra abierta y no les importa el resultado-, insisten en aferrarse al orgullo, quizás desacertadamente, y lo utilizan como excusa y no como motivo real.
Visto desde fuera, sin implicarse, a quien está instalado en ese orgullo se le ve ridículo, pero eso no se le puede decir porque no lo admitiría y aún persistiría más en él.
Si de algo pudiera uno estar orgulloso –del orgullo bueno- sería, precisamente, de no ser orgulloso –del orgullo malo-.
El orgullo malo se puede llegar a diluir con amor y con comprensión.
Es conveniente darse cuenta de que cuando alguien ha obrado mal es muy posible que no la haya hecho intencionadamente –ya que si lo ha hecho intencionadamente no tiene excusa-, sino que lo ha hecho pensando en sus intereses, o por su costumbre habitual, o porque no ha medido el resultado posible de sus actos y no ha pensado en que con ellos puede perjudicar a otra persona.
Hay que valorar más la intención que el hecho. Decirle a alguien: “¡qué lista eres!”, que parece un halago o un piropo, si se dice con un tono irónico, burlón, o hiriente, claramente se convierte en un insulto.
Hay que revisar objetivamente, desapasionadamente, qué es lo que hizo el otro que dolió tanto. Valorar que tal vez requiera un poco más tiempo para aprender a hacer bien las cosas, que necesite un poco más para empezar a ser más consciente, o que ha vivido muchos años de un modo y puede más su costumbre más que sus buenas intenciones. Y que conste que no estoy haciendo una defensa a ultranza del varón. También se puede invertir perfectamente lo escrito y cambiar lo masculino por femenino, y seguiría teniendo validez.
Parece ser que instalarse en el orgullo y no querer resolver las cosas de un modo dialogante, sino preferir castigar al otro desde esa actitud, desde esa rabiosa e hiriente indiferencia, desde ese enfado silencioso y envenenado, no es el modo adecuado.
La mujer, por su naturaleza, está preparada para lidiar incluso con el hombre más terco, más intransigente, y con su sutileza puede hacerle ver lo que no es capaz de ver por sí mismo. Esto le va bien para tratar con el hombre que es orgulloso, en el peor aspecto del orgullo, y poder reconducirlo hacia el modo adecuado de ser.
Para la mujer es bueno comprender que el hombre, de un modo arraigado en el inconsciente colectivo, sin que él sepa exactamente por qué y sin que llegue ni siquiera a planteárselo, tiene una tendencia usual a oponerse a todo lo que sea contrario a sus modos habituales, con los que se siente más o menos cómodo y seguro. Le cuesta dar su brazo a torcer y le cuesta confesar públicamente lo que en silencio haya podido llegar a reconocer: un orgullo inconsciente se erige en representante de él y dificulta la buena relación y convivencia.
Ambos tienen que darse cuenta de cuándo están en una actitud en que el orgullo les impide relacionarse abierta y amorosamente, y ambos tienen que querer ser el primero en dar el paso de la reconciliación que les lleve a la recuperación de la armonía.
SUGERENCIAS PARA ESTE CASO
- En la relación, siempre conviene dejar fuera el mal orgullo.
- La relación no es una competición para ver quién es más que el otro.
- El orgullo es ego y mal expresado. Sobre.
- Al orgulloso le conviene saber qué es lo que realmente hay detrás de ese orgullo, qué es lo que quiere enmascarar siendo orgulloso.
Francisco de Sales
(Si le interesa ver los capítulos anteriores, están publicados aquí:
http://buscandome.es/index.php/board,89.0.html)
- LO QUE NO ES APROPIADO -
Este es el capítulo 50 de un total de 200 –que se irán publicando- que forman parte del libro RELACIONES DE PAREJA: TODO LO QUE NO NOS HAN ENSEÑADO Y CONVIENE SABER.
Básicamente, hay dos tipos de orgullo. Uno que surge por causas nobles, que se asemeja a la dignidad, a la defensa del honor y el derecho al respeto y que aporta una agradable sensación de satisfacción personal, optimismo y confianza. Se distingue porque es muy suave, no lleva mala intención, y hasta llega a ser bueno.
El otro, el que no es bueno, surge de la vanidad, de la arrogancia, de la chulería, del engreimiento, de ese aire de superioridad que algunos mantienen y lleva a un estado en el que uno se instala erguido… pero sobre el pedestal de un ego herido. Es de éste del que voy a tratar.
El orgullo es un obstáculo incómodo e innecesario en cualquier tipo de relación: tiende a enturbiarla y estropearla, pero en la relación de pareja es aún más grave. En el orgullo se mezcla la tozudez, la inseguridad, un complejo de superioridad y bastante de mala autoestima. Quien sea orgulloso, que revise todos estos aspectos suyos y no permita que afecten a la relación.
Es el hombre quien tiene más tendencia a permitir que su orgullo se entrometa en la relación, pero algunas mujeres –sobre todo las que, ya desesperadas, han entrado en una guerra abierta y no les importa el resultado-, insisten en aferrarse al orgullo, quizás desacertadamente, y lo utilizan como excusa y no como motivo real.
Visto desde fuera, sin implicarse, a quien está instalado en ese orgullo se le ve ridículo, pero eso no se le puede decir porque no lo admitiría y aún persistiría más en él.
Si de algo pudiera uno estar orgulloso –del orgullo bueno- sería, precisamente, de no ser orgulloso –del orgullo malo-.
El orgullo malo se puede llegar a diluir con amor y con comprensión.
Es conveniente darse cuenta de que cuando alguien ha obrado mal es muy posible que no la haya hecho intencionadamente –ya que si lo ha hecho intencionadamente no tiene excusa-, sino que lo ha hecho pensando en sus intereses, o por su costumbre habitual, o porque no ha medido el resultado posible de sus actos y no ha pensado en que con ellos puede perjudicar a otra persona.
Hay que valorar más la intención que el hecho. Decirle a alguien: “¡qué lista eres!”, que parece un halago o un piropo, si se dice con un tono irónico, burlón, o hiriente, claramente se convierte en un insulto.
Hay que revisar objetivamente, desapasionadamente, qué es lo que hizo el otro que dolió tanto. Valorar que tal vez requiera un poco más tiempo para aprender a hacer bien las cosas, que necesite un poco más para empezar a ser más consciente, o que ha vivido muchos años de un modo y puede más su costumbre más que sus buenas intenciones. Y que conste que no estoy haciendo una defensa a ultranza del varón. También se puede invertir perfectamente lo escrito y cambiar lo masculino por femenino, y seguiría teniendo validez.
Parece ser que instalarse en el orgullo y no querer resolver las cosas de un modo dialogante, sino preferir castigar al otro desde esa actitud, desde esa rabiosa e hiriente indiferencia, desde ese enfado silencioso y envenenado, no es el modo adecuado.
La mujer, por su naturaleza, está preparada para lidiar incluso con el hombre más terco, más intransigente, y con su sutileza puede hacerle ver lo que no es capaz de ver por sí mismo. Esto le va bien para tratar con el hombre que es orgulloso, en el peor aspecto del orgullo, y poder reconducirlo hacia el modo adecuado de ser.
Para la mujer es bueno comprender que el hombre, de un modo arraigado en el inconsciente colectivo, sin que él sepa exactamente por qué y sin que llegue ni siquiera a planteárselo, tiene una tendencia usual a oponerse a todo lo que sea contrario a sus modos habituales, con los que se siente más o menos cómodo y seguro. Le cuesta dar su brazo a torcer y le cuesta confesar públicamente lo que en silencio haya podido llegar a reconocer: un orgullo inconsciente se erige en representante de él y dificulta la buena relación y convivencia.
Ambos tienen que darse cuenta de cuándo están en una actitud en que el orgullo les impide relacionarse abierta y amorosamente, y ambos tienen que querer ser el primero en dar el paso de la reconciliación que les lleve a la recuperación de la armonía.
SUGERENCIAS PARA ESTE CASO
- En la relación, siempre conviene dejar fuera el mal orgullo.
- La relación no es una competición para ver quién es más que el otro.
- El orgullo es ego y mal expresado. Sobre.
- Al orgulloso le conviene saber qué es lo que realmente hay detrás de ese orgullo, qué es lo que quiere enmascarar siendo orgulloso.
Francisco de Sales
(Si le interesa ver los capítulos anteriores, están publicados aquí:
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Francisco de Sales- Cantidad de envíos : 1678
Fecha de inscripción : 15/12/2012
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