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Mensaje  Francisco de Sales Jue 16 Abr 2020 - 22:49

LA HIJA DISTINTA DE DIOS
Francisco de Sales

Cuando Dios terminó de crearla en su imaginación, con todo su esmero y paciencia, intuyó que había algo que no estaba bien.
No sabía qué era.
Aparentemente tenía todas sus piezas, funcionaba el corazón, las piernas se movían y los brazos superaron los controles de calidad.
Sin embargo, su intuición de artesano le dejaba una inquietud que percibía en el aire.
¿Qué era?
Reflexionó, pero la lógica no le ayudaba.
La observó sin prisas, pero seguía desconcertado.
En vista de que la respuesta a su inquietud estaba ausente, y convencido de que más tiempo de mirar sin ver no le iba a dar la solución, la envió a la Tierra.



Sus padres la habían esperado durante varios años y nueve meses más, y cuando se asomó a la vida ésta la esperaba con todo a su favor.
Habían acumulado tanto amor en la espera... tenían preparados millones de besos que ahora, poco a poco, le iban a entregar.
Atesoraron para ella sonrisas de adoración, caricias de ternura, suspiros de agradecimiento, miradas de cariño, cuidados exquisitos, y le habían preparado, como un ajuar, un futuro lleno de dicha.
Fue imaginada hasta la saciedad cada día, mientras aún estaba en el vientre, y habían sido rediseñados los bocetos también cada día: los ojos, que todavía estaban encerrados tras los párpados; la boca, sin terminar de definir; el cuerpo, aún casi sin cuerpo...
Las ansias de verla nacida, la avidez de llenarse de ella, el anhelo de descubrirla, eran tan poderosos que ambos atosigaban al tiempo para que acelerase el momento de romper el dique que la contenía, y rogaban al dios de la urgencia una demostración de su capacidad de convertir un mes en un día, para acelerar el instante de coger en brazos a la autora de sus sueños.
Nadie contestó a su ansiedad.
Tuvieron que esperar pacientemente hasta que un día, pregoneros del parto que se avecinaba, llegaron unos dolores para anunciar que ya era el momento. En contra de su intención de asustar, los dolores fueron tan bien recibidos que se marcharon urgentemente y su lugar lo ocupó la aceptación del pequeño padecimiento a cambio de la gran satisfacción.
Un milagro convirtió en dos a lo que había sido una hasta entonces.
La separación del cordón marcó el instante de su nacimiento.
Y empezó a vivir.



Una noche de tormenta, de truenos y rayos incontables, Dios se despertó al mismo tiempo que la respuesta: ella era distinta.
Y entonces, asustado, se dio cuenta de que no iba a encontrar su lugar en este planeta.
Dios tuvo que crear un mundo, dentro de este mundo, para ella. Y otro cielo, para que volaran los pájaros de su falta de libertad. Y un mar en el que navegaran tranquilamente sus pensamientos.




El día que sus padres tuvieron confirmación de la sospecha que les atormentaba, porque una voz con autoridad doctoral dijo que la niña “no sería como las otras niñas”, un abismo profundo se abrió entre ellos y el porvenir. Los planes se fueron destruyendo a sí mismos; todos los proyectos se esfumaron de golpe, los propósitos cancelaron sus promesas y los sueños fueron despertándose de su sueño, tomaron conciencia de la realidad y supieron el sentido de la palabra imposible.
Las palabras del doctor eran la sentencia que parecía poner un triste inicio en el resto de sus vidas. Ellos creyeron entonces que no podrían mostrar su hija con orgullo al resto del mundo y que el desconsuelo no dejaría lugar para el futuro.
Ella no se preocupó porque no sabía preocuparse, y no sintió pena porque no encontró motivo por el que sentirla.
El universo de sus padres y el de ella, en aquel entonces, estaban totalmente separados. Ella atravesaba las líneas divisorias que ellos marcaban sin querer; se reía de su situación porque no entendía los razonamientos inventados por la lógica; revoloteaba sin rozar la mentira de los cuerdos, sin comprender el pesar desesperado de sus padres, sin creer en la necesidad de sufrir y dolerse porque su mente anduviera por otro lado; ella veía más lejos que el desasosiego inmediato, más profundo que el mar de los llantos, más claro que el reproche cotidiano.
Sus padres se culpabilizaban y se preguntaban dónde habían fallado. Gastaban en reproches y en llanto la energía que podía servir para transmitir alegría, comprensión, y esperanza. Destruyeron el optimismo y la rodearon de nubarrones de desgracia y de pena.
Ella, en su creación, disfrutaba de una manera espontánea. A falta de los miedos y las tragedias que usaban los demás, su mundo interior sólo salía de su Paraíso para comer, cuando la bañaban... o sea, sólo cuando le rompían la unidad para dividirla en ella y su cuerpo se separaba un poco de la intensidad profunda con que vivía.
Era capaz de atrapar entre las manos la felicidad que vive en el aire, y sin mover el cuerpo era capaz de perseguir a los pájaros, al viento, o a la música que se fugaba de los altavoces.
Cuando cumplió nueve años aún era un alma sin conciencia del cuerpo que le limitaba algunos movimientos y le mantenía virgen la mente de inquietarse y desesperarse.
La fantasía de ella nunca se había tropezado con la realidad y campaba amplia y segura.
Si entonces se hubieran caído los velos de la irrealidad, y alguien le hubiera marcado la línea que sólo los cuerdos dicen que existe, quizás hubieran conseguido hacerla más juiciosa, pero... ¿de qué hubiera servido? Su vida no tenía más frontera que el momento en que se dormía.
No vivía dentro de un cerco que limitaba al norte con la represión, al sur con la tormenta mental, al este con los miedos al futuro y al pasado, y al oeste con la muerte cotidiana de deseos y posibilidades.
No. Vivía dentro de sí y atenta a cada momento, sólo atenta a cada momento dentro de sí, sin distracciones vacuas, sin obsesiones, sin dramatismos, sin tempestades en la urgencia, sin plazos aplazados, sin espera.
Vivía como el pájaro, que sólo sabe ser libre.
Vivía como la flor, desatenta a sus efectos.
Vivía como la mariposa, sin miedo a la muerte cierta.
En ese mundo tan personal e intransferible transcurrió ajena a los días y a la gente que le tenía pena.



Dios, cada despertar preguntaba por ella. Fue siguiendo todo el proceso, consciente de la peculiaridad del universo de ella, consciente de su unicidad entre la multitud.


Ellos, casi sin darse cuenta, fueron aprendiendo a quererla.
La única moneda que tenía para pagar a sus padres el amor y la pasión era una sonrisa. Si no hubiera tenido la belleza de la inocencia, tal vez esa mueca hubiera sido desagradable, pero había tanto agradecimiento en esa exhibición de dientes un poco desordenados, había tanta ternura en ese gesto, había tanta aceptación en esa sonrisa, que a su madre le florecían las lágrimas al verla, y no por lástima sino por amor. Las lágrimas habían dejado de ser gotas de ojos lluviosos de aguaceros de incomprensión, para ser expresión de ojos sencillos que lloran como ríen.



Dios nunca supo qué tenía que hacer. No sabía a quién pedir perdón, a quién dar explicaciones. No podía expresar su sentimiento apenado.




Un día dejó de tener diecisiete años y comenzó los que venían a continuación. Seguía pasando más tiempo sentada en la silla que tropezando por su andar desordenado.
Los monólogos que sus padres le dirigían, en los que le agradecían que hubiera nacido así, precisamente así, y en los que le transmitían cuánto habían aprendido de ella, cuánto había crecido el amor hacia ella y hacia todo, cuánto se había ampliado el campo de su visión, como si los ojos se les hubieran hecho más grandes, y cuánto tenían que agradecer a ella y a Dios, aparentemente eran soliloquios a los que ella acudía como invitada ausente, pero su corazón se impregnaba de sentimientos tiernos, dulces, cálidos; su corazón se reblandecía con esas sonrisas de adoración.
El corazón de recibir afecto se llenaba hasta rebosar. Atesoraba cada instante, cada gesto, el vuelo de las manos de su madre cuando le contaba algo, el guiño cómplice que le enviaba cada vez que pasaba a su lado, las miradas de tímido enamorado de su padre y el calor que sentían sus manos entre las de él.
A veces, sin escucharse, le decía a Dios que no le importaría si tuviera que morirse en ese momento.
Era tanto el cariño recibido que ya no le cabía más.
Entonces fue cuando estrenó sus lagrimales.
Como el más sabio alquimista, sus ojos fueron convirtiendo la felicidad en gotas saladas, y las fueron empujando entre fiestas hacia el tobogán de sus mejillas, y las dieron su beneplácito para que bajaran hasta el suelo en un vuelo que fue capaz de conocer la libertad.
La comprensión de su estado especial, haber podido sentirlo desde la sabiduría que aniquila cualquier duda, descifrar la razón de su existencia y ver que su aparente inutilidad había sido útil para sus padres, la compensó de todo cuanto no había conocido y no había experimentado.
Sació la necesidad de encontrar el sentido de la vida, se llenaron los vacíos de la incertidumbre, sintió la plenitud que está por encima de todas las demás plenitudes.

Se sintió la hija distinta de Dios y su alma se aquietó.



Dios se había pasado años dándole vueltas y más vueltas a su preocupación. Decidió que era mejor bajar y personarse ante ella. Contarle cómo sucedió, y lo tarde que era cuando se dio cuenta. Transmitirle su pesar, disculparse por la vivencia que ella estaba pasando. Hablarle de su Amor tan divino y tan humano.
La noche que se presentó ante ella, la despertó y estuvieron comunicándose en el idioma de los sentimientos. No dejaron que ninguna palabra rompiera el diálogo de sus miradas tan habladoras. No permitieron ni al aire, que todo lo llena, que se interpusiera entre ellos. No se insinuaron quejas, no se entristeció ninguna sonrisa y el vocabulario se limitó a la palabra amor y sus sinónimos.
Surgió una veneración correspondida, y hubo tal deseo de no separarse, que Dios se lo propuso y ella aceptó acompañarle al Cielo.


Francisco de Sales
(Más poesías y prosa en www.franciscodesales.es)


Francisco de Sales

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