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APRENDER A DECIR ADIÓS
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APRENDER A DECIR ADIÓS
APRENDER A DECIR ADIÓS
En ni opinión, vivir pendiente de asuntos que debieran estar concluidos, pero que no nos atrevemos a cerrar, tiene un consumo innecesario de energía y de presente, porque nos estanca y nos impide desarrollar correctamente el camino correcto de la vida.
En este mundo, y en esta vida, todo tiene un principio y todo tiene un fin. Todo.
Y así hay que aceptarlo.
Las relaciones, y los sucesos, siempre tienen un ciclo y no se debe tratar de llevarlos más allá del que es su fin lógico.
Aunque nos gustaría que no fuera así, las cosas que se acaban –por el motivo que sea- hay que dejarlas marchar, no interferir en su proceso de acabarse, no aferrarnos a ellas, y saber darles libertad para que no nos aten ni se queden atadas a nosotros.
No siempre nos damos cuenta de ello, pero estamos aferrados a nuestro pasado –porque nos confirma que hemos existido hasta ahora-, y creemos que dejar el pasado es como renunciar a una parte nuestra, salvo que uno sea muy consciente de que quiere arreglar ese pasado.
Por eso cuesta tanto a veces.
Si cualquier relación solamente es negativa, eso nos está diciendo que hay algo que tenemos que resolver. Y es bueno resolverlo.
Si es innecesaria al mismo tiempo, porque ya hemos aprendido todo lo que teníamos que aprender de ella, conviene cancelarla a la mayor brevedad posible.
Una buena prueba para saber si estamos plenamente en el presente, o si seguimos enganchados a algo a lo que tenemos que decir adiós, es observar si estamos más tiempo en el pasado y en la queja o el arrepentimiento que en el aquí y ahora.
No es necesario olvidar todas las cosas negativas o dolorosas del pasado, pero sí conseguir que no nos afecten negativamente en el presente.
Las que llamamos “buenas” está bien que sigan, pero no que tratemos de resucitarlas continuamente e instalarlas en el presente donde ya no están. Sí es bueno mantenerlas latentes y cálidas, pero separadas de nosotros, para poder recrearlas o recordarlas cuando lo creamos conveniente, y poder dejarlas partir de nuevo sin pretender retenerlas.
Así ha de ser y así hemos de actuar, con cuidado de no querer hacer del presente una repetición de ese buen pasado que ya no está.
Y con más cuidado todavía de no entrar en una comparativa en la que nos defraude el presente porque nos parece que el pasado fue mejor.
El peligro de no hacerlo así es doble: si nos gusta más el pasado, no encontraremos motivaciones para seguir en el presente, y, si no encontramos motivaciones interesantes para seguir, se nos confirma la primera parte y concluimos afirmando que el pasado es mejor.
Las cosas buenas que nos han pasado nos amplían la sonrisa, fortalecen la confianza en que la vida es bella, y nos hacen darnos cuenta y valorar nuestra capacidad de disfrutar, de ser felices, de amar…
Son un tesoro que tenemos que guardar, y son proveedoras continuas de una sensación muy agradable que nos hace auto-valorarnos por lo que hemos sentido y disfrutado.
Las cosas que entendemos y sentimos como “malas” es conveniente que no dejen ni rastro. Nos quisieron enseñar algo y, si lo hemos aprendido, ya no las necesitamos.
Estancarnos en el dolor por las que cosas que hemos sentido, o las que hemos perdido, nos arrastra hacia el pasado y no nos dejan disfrutar el presente con la intensidad que requiere.
Hemos de ser generosos –con nosotros mismos-, y darnos permiso para deshacernos de tan pesada e inútil carga.
Pero para decir adiós, previamente hemos tenido que llevar la relación o el sentimiento hasta el final. Casi siempre queda algún asunto inconcluso, y no se puede cerrar página definitivamente si no está liquidado del todo.
Mediante terapia, relajación inducida y dirigida por un profesional, o del modo que uno considere posible o apropiado, hay que ponerse frente al asunto, sacarlo todo a la luz, expresar los sentimientos que se acallaron, manifestar lo que no se dijo, y, quizás, hasta hacer lo que no se hizo.
Algunos psicólogos recomiendan escribir una carta en la que se exprese todo lo que esté pendiente, o llevan a la persona a un estado de relajación en la que pueden sentirse en la situación, o frente a la persona, y concluirla. Es un duro proceso interno, pero muy liberador.
Si hay amor acallado, rencor, rabia, reproches, odios, conviene sacarlos y no dejarlos dentro de nosotros clavándonos sus puñales. Es bueno que nos atrevamos a pronunciar hoy lo que aquellas veces no dijimos, y decirles la palabra amor y sus sinónimos a los que ya no están y se la merecieron, o echarles en cara cuánto nos hicieron sufrir, cuánto dolor nos produjeron, o hablarles –de viva voz- de la nostalgia que nos provocan.
Cada situación que ya ha sido conclusa en el tiempo, tiene que ser simbólicamente enterrada, y requiere su duelo, ya que ha muerto al presente. Este duelo es ponerse en contacto con el vacío que ha dejado, valorar la importancia de aquél o aquello que ya no está, y soportar el sufrimiento y la frustración que comporta.
Una vez dados estos tres pasos ya no hay que alargarlo más. No ha de eternizarse el dolor. Podemos vivir, y mucho mejor, sin arrastrar un luto infinito, una pena inconsolable, un remordimiento callado pero hiriente, o un continuo reproche por lo que no se hizo cuando se debió hacer.
Y esta es una noble, valiente y necesaria tarea que hay que emprender.
Puede ser dura mientras se realiza, pero hay que hacerla, aunque, generalmente, cuando demuestra su gratificación es una vez terminada.
La vida sigue, y con más intensidad, cuando se ha dicho, de corazón, adiós.
Francisco de Sales
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En ni opinión, vivir pendiente de asuntos que debieran estar concluidos, pero que no nos atrevemos a cerrar, tiene un consumo innecesario de energía y de presente, porque nos estanca y nos impide desarrollar correctamente el camino correcto de la vida.
En este mundo, y en esta vida, todo tiene un principio y todo tiene un fin. Todo.
Y así hay que aceptarlo.
Las relaciones, y los sucesos, siempre tienen un ciclo y no se debe tratar de llevarlos más allá del que es su fin lógico.
Aunque nos gustaría que no fuera así, las cosas que se acaban –por el motivo que sea- hay que dejarlas marchar, no interferir en su proceso de acabarse, no aferrarnos a ellas, y saber darles libertad para que no nos aten ni se queden atadas a nosotros.
No siempre nos damos cuenta de ello, pero estamos aferrados a nuestro pasado –porque nos confirma que hemos existido hasta ahora-, y creemos que dejar el pasado es como renunciar a una parte nuestra, salvo que uno sea muy consciente de que quiere arreglar ese pasado.
Por eso cuesta tanto a veces.
Si cualquier relación solamente es negativa, eso nos está diciendo que hay algo que tenemos que resolver. Y es bueno resolverlo.
Si es innecesaria al mismo tiempo, porque ya hemos aprendido todo lo que teníamos que aprender de ella, conviene cancelarla a la mayor brevedad posible.
Una buena prueba para saber si estamos plenamente en el presente, o si seguimos enganchados a algo a lo que tenemos que decir adiós, es observar si estamos más tiempo en el pasado y en la queja o el arrepentimiento que en el aquí y ahora.
No es necesario olvidar todas las cosas negativas o dolorosas del pasado, pero sí conseguir que no nos afecten negativamente en el presente.
Las que llamamos “buenas” está bien que sigan, pero no que tratemos de resucitarlas continuamente e instalarlas en el presente donde ya no están. Sí es bueno mantenerlas latentes y cálidas, pero separadas de nosotros, para poder recrearlas o recordarlas cuando lo creamos conveniente, y poder dejarlas partir de nuevo sin pretender retenerlas.
Así ha de ser y así hemos de actuar, con cuidado de no querer hacer del presente una repetición de ese buen pasado que ya no está.
Y con más cuidado todavía de no entrar en una comparativa en la que nos defraude el presente porque nos parece que el pasado fue mejor.
El peligro de no hacerlo así es doble: si nos gusta más el pasado, no encontraremos motivaciones para seguir en el presente, y, si no encontramos motivaciones interesantes para seguir, se nos confirma la primera parte y concluimos afirmando que el pasado es mejor.
Las cosas buenas que nos han pasado nos amplían la sonrisa, fortalecen la confianza en que la vida es bella, y nos hacen darnos cuenta y valorar nuestra capacidad de disfrutar, de ser felices, de amar…
Son un tesoro que tenemos que guardar, y son proveedoras continuas de una sensación muy agradable que nos hace auto-valorarnos por lo que hemos sentido y disfrutado.
Las cosas que entendemos y sentimos como “malas” es conveniente que no dejen ni rastro. Nos quisieron enseñar algo y, si lo hemos aprendido, ya no las necesitamos.
Estancarnos en el dolor por las que cosas que hemos sentido, o las que hemos perdido, nos arrastra hacia el pasado y no nos dejan disfrutar el presente con la intensidad que requiere.
Hemos de ser generosos –con nosotros mismos-, y darnos permiso para deshacernos de tan pesada e inútil carga.
Pero para decir adiós, previamente hemos tenido que llevar la relación o el sentimiento hasta el final. Casi siempre queda algún asunto inconcluso, y no se puede cerrar página definitivamente si no está liquidado del todo.
Mediante terapia, relajación inducida y dirigida por un profesional, o del modo que uno considere posible o apropiado, hay que ponerse frente al asunto, sacarlo todo a la luz, expresar los sentimientos que se acallaron, manifestar lo que no se dijo, y, quizás, hasta hacer lo que no se hizo.
Algunos psicólogos recomiendan escribir una carta en la que se exprese todo lo que esté pendiente, o llevan a la persona a un estado de relajación en la que pueden sentirse en la situación, o frente a la persona, y concluirla. Es un duro proceso interno, pero muy liberador.
Si hay amor acallado, rencor, rabia, reproches, odios, conviene sacarlos y no dejarlos dentro de nosotros clavándonos sus puñales. Es bueno que nos atrevamos a pronunciar hoy lo que aquellas veces no dijimos, y decirles la palabra amor y sus sinónimos a los que ya no están y se la merecieron, o echarles en cara cuánto nos hicieron sufrir, cuánto dolor nos produjeron, o hablarles –de viva voz- de la nostalgia que nos provocan.
Cada situación que ya ha sido conclusa en el tiempo, tiene que ser simbólicamente enterrada, y requiere su duelo, ya que ha muerto al presente. Este duelo es ponerse en contacto con el vacío que ha dejado, valorar la importancia de aquél o aquello que ya no está, y soportar el sufrimiento y la frustración que comporta.
Una vez dados estos tres pasos ya no hay que alargarlo más. No ha de eternizarse el dolor. Podemos vivir, y mucho mejor, sin arrastrar un luto infinito, una pena inconsolable, un remordimiento callado pero hiriente, o un continuo reproche por lo que no se hizo cuando se debió hacer.
Y esta es una noble, valiente y necesaria tarea que hay que emprender.
Puede ser dura mientras se realiza, pero hay que hacerla, aunque, generalmente, cuando demuestra su gratificación es una vez terminada.
La vida sigue, y con más intensidad, cuando se ha dicho, de corazón, adiós.
Francisco de Sales
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Francisco de Sales- Cantidad de envíos : 1696
Fecha de inscripción : 15/12/2012
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