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HAY QUE PRESTAR ATENCIÓN A "EL MOMENTO"
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HAY QUE PRESTAR ATENCIÓN A "EL MOMENTO"
HAY QUE PRESTAR ATENCIÓN A “EL MOMENTO”.
En mi opinión, nos pasa a todas las personas y en muchas ocasiones. Muchas más de las que nos podamos imaginar.
Nos pasa que vivimos situaciones o circunstancias que son irrepetibles, que tienen “su” momento. Y que es entonces, y sólo entonces, cuando realmente es “El Momento”.
Son momentos realmente importantes. Son los que aportan más milagro y maravilla a la vida, porque son especiales, porque no son los rutinarios, sino que llevan un encanto especial. Llevan algo que te hace parar en lo cotidiano de la vida y redescubrir la magia.
Conviene estar muy atentos a cuando suceden, y no permitir, bajo ningún concepto, que se extingan sin vivirlos plenamente, con toda la intensidad, por ese regalo tan divino, humano, y emocional, que conllevan.
Y a mí aún me pasa una y otra vez, aunque ya no tan a menudo: Que no siempre me doy cuenta.
Me pasa que, en algunas ocasiones, me doy cuenta de “El Momento” cuando ya es tarde, cuando es irrecuperable.
Ya he escrito en varias ocasiones que cuando doy una ayuda a un mendigo en la calle, me marcho corriendo del lugar –como si le hubiera robado en vez de darle- y cada vez pienso que quizás necesitaría, además del dinero, un poco de conversación, el calor de una sonrisa, o una mirada o una palabra de comprensión y aliento.
Me ha vuelto a pasar, aunque esta vez sólo un poquito, en la India.
Una niña de no más de ocho o nueve años, mendigaba –como miles de ellas- con un niño, de cuatro o cinco, cargado sobre su cadera.
Me había propuesto en este viaje –por duras experiencias del anterior- no dar dinero a nadie, no dejarme alterar por el sufrimiento que se ve por las calles, por la miseria, por las caras de hambre, por las miradas teñidas de dolor, y confiar en la razón que te dan cuando llegas allí: “El país estaba así antes de que tú llegaras y seguirá igual cuando te marches. No vas a cambiar nada. Nada va a cambiar”.
Pero esta niña, que mendigaba como muchas otras, exhibía una sonrisa que no encajaba con su situación: tan pequeña y mendigando, con ese presente y ese porvenir tan duros, con su hermano cargado durante todo el día… y sonreía.
Le decía, una y otra vez, que no le iba a dar el “money, money”… que me pedía. Pero ella seguía sonriendo.
Me perseguía. Yo sólo le ofrecía sonrisas y le repetía “no, no, no”… y ella sonreía.
Tuve una clara percepción en ese instante de que estaba en “El Momento”, y me paré, me agaché y me puse a su altura, le sonreí nuevamente, le acaricié la mejilla, la barbilla, le transmití en silencio, pero con todas las palabras, lo que sentía hacia ella, lo inexplicable de su situación, lo que tendría que sufrir aún, cuánto me iba a acordar de ella, cuánto iba a pedir por ella… pero no podía hacer mucho más.
Le di dinero, claro, pero ese dinero iría a manos de sus padres y ella sólo se podría quedar con la atención de aquel extranjero con el que no se entendía pero que le sonreía también, al que nunca volvería a ver, el que le acarició la mejilla sin importarle su suciedad, le habló con unas palabras que ella no entendía aunque su corazón sabía que eran buenas, que la abrazó simbólicamente -¡lástima no haberlo hecho físicamente!-, que la trató como persona y no se limitó a darle dinero para sobornar y acallar su propia conciencia cristiana, que la bendijo, que la sintió como una hija, que le decía “adiós” una y otra vez.
Ella me siguió. Durante toda la visita turística apareció varias veces ante mí. Y yo le decía sonriendo: “¿pero otra vez tú?”
Parecía como si entendiese la broma, porque volvía a sonreír.
Ya no me pedía más, sólo se quedaba a mi lado para que la acariciara nuevamente.
Cuando me monté en el autobús le dije definitivamente adiós, y la vi marchar.
Me senté en el lado opuesto de la puerta por donde había entrado. Arrancó el autobús, despacio por el excesivo tráfico.
Ya estaba añorándola, arrepintiéndome de no haberla abrazado, de no haberle prestado aún más atención, de no haber aprovechado del todo “El Momento”, cuando uno de los compañeros de viaje, gritó: “Mira, nos sigue tu amiga corriendo con el chiquillo en brazos, buscándote para despedirse de ti”.
Me levanté, nervioso y emocionado, y vi lejana su sonrisa, y su mano diciendo adiós.
¿Tú prestas atención a El Momento?
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales
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En mi opinión, nos pasa a todas las personas y en muchas ocasiones. Muchas más de las que nos podamos imaginar.
Nos pasa que vivimos situaciones o circunstancias que son irrepetibles, que tienen “su” momento. Y que es entonces, y sólo entonces, cuando realmente es “El Momento”.
Son momentos realmente importantes. Son los que aportan más milagro y maravilla a la vida, porque son especiales, porque no son los rutinarios, sino que llevan un encanto especial. Llevan algo que te hace parar en lo cotidiano de la vida y redescubrir la magia.
Conviene estar muy atentos a cuando suceden, y no permitir, bajo ningún concepto, que se extingan sin vivirlos plenamente, con toda la intensidad, por ese regalo tan divino, humano, y emocional, que conllevan.
Y a mí aún me pasa una y otra vez, aunque ya no tan a menudo: Que no siempre me doy cuenta.
Me pasa que, en algunas ocasiones, me doy cuenta de “El Momento” cuando ya es tarde, cuando es irrecuperable.
Ya he escrito en varias ocasiones que cuando doy una ayuda a un mendigo en la calle, me marcho corriendo del lugar –como si le hubiera robado en vez de darle- y cada vez pienso que quizás necesitaría, además del dinero, un poco de conversación, el calor de una sonrisa, o una mirada o una palabra de comprensión y aliento.
Me ha vuelto a pasar, aunque esta vez sólo un poquito, en la India.
Una niña de no más de ocho o nueve años, mendigaba –como miles de ellas- con un niño, de cuatro o cinco, cargado sobre su cadera.
Me había propuesto en este viaje –por duras experiencias del anterior- no dar dinero a nadie, no dejarme alterar por el sufrimiento que se ve por las calles, por la miseria, por las caras de hambre, por las miradas teñidas de dolor, y confiar en la razón que te dan cuando llegas allí: “El país estaba así antes de que tú llegaras y seguirá igual cuando te marches. No vas a cambiar nada. Nada va a cambiar”.
Pero esta niña, que mendigaba como muchas otras, exhibía una sonrisa que no encajaba con su situación: tan pequeña y mendigando, con ese presente y ese porvenir tan duros, con su hermano cargado durante todo el día… y sonreía.
Le decía, una y otra vez, que no le iba a dar el “money, money”… que me pedía. Pero ella seguía sonriendo.
Me perseguía. Yo sólo le ofrecía sonrisas y le repetía “no, no, no”… y ella sonreía.
Tuve una clara percepción en ese instante de que estaba en “El Momento”, y me paré, me agaché y me puse a su altura, le sonreí nuevamente, le acaricié la mejilla, la barbilla, le transmití en silencio, pero con todas las palabras, lo que sentía hacia ella, lo inexplicable de su situación, lo que tendría que sufrir aún, cuánto me iba a acordar de ella, cuánto iba a pedir por ella… pero no podía hacer mucho más.
Le di dinero, claro, pero ese dinero iría a manos de sus padres y ella sólo se podría quedar con la atención de aquel extranjero con el que no se entendía pero que le sonreía también, al que nunca volvería a ver, el que le acarició la mejilla sin importarle su suciedad, le habló con unas palabras que ella no entendía aunque su corazón sabía que eran buenas, que la abrazó simbólicamente -¡lástima no haberlo hecho físicamente!-, que la trató como persona y no se limitó a darle dinero para sobornar y acallar su propia conciencia cristiana, que la bendijo, que la sintió como una hija, que le decía “adiós” una y otra vez.
Ella me siguió. Durante toda la visita turística apareció varias veces ante mí. Y yo le decía sonriendo: “¿pero otra vez tú?”
Parecía como si entendiese la broma, porque volvía a sonreír.
Ya no me pedía más, sólo se quedaba a mi lado para que la acariciara nuevamente.
Cuando me monté en el autobús le dije definitivamente adiós, y la vi marchar.
Me senté en el lado opuesto de la puerta por donde había entrado. Arrancó el autobús, despacio por el excesivo tráfico.
Ya estaba añorándola, arrepintiéndome de no haberla abrazado, de no haberle prestado aún más atención, de no haber aprovechado del todo “El Momento”, cuando uno de los compañeros de viaje, gritó: “Mira, nos sigue tu amiga corriendo con el chiquillo en brazos, buscándote para despedirse de ti”.
Me levanté, nervioso y emocionado, y vi lejana su sonrisa, y su mano diciendo adiós.
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Francisco de Sales
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Francisco de Sales- Cantidad de envíos : 1696
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