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UN PASEO POR UN CEMENTERIO ES MUY INTERESANTE
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UN PASEO POR UN CEMENTERIO ES MUY INTERESANTE
UN PASEO POR UN CEMENTERIO ES MUY INTERESANTE
En mi opinión, una experiencia que nos puede poner las cosas muy en su sitio es… un paseo lento, silencioso, y muy atento a las reflexiones, por un cementerio. Preferiblemente a primera hora, cuando todavía no hay gente. Y es preferible hacer una visita expresamente para ello y no aprovechar un día en que haya que acudir a un entierro.
Si se hace en un día gris o lluvioso, los descubrimientos van a ser más pesarosos, más tristes y casi deprimentes; si se hace en un día de sol, o muy claro, el hecho de estar entre muertos y sentirse vivo es más impactante y positivo.
¿Para qué sirve? Es mejor no escribir aquí qué es lo que puede pasar o qué es lo que hay que sentir, porque eso condicionaría y haría estar más pendiente de la fenomenología que de la experiencia vivencial, que ha de ser –como todas las experiencias- personal e intransferible.
Lo que sí va a suceder en cualquier caso es que uno acabará repitiendo el mismo pensamiento que tienen todos aquellos que visitan un cementerio: que todos los que yacen allí un día estuvieron vivos.
No es un descubrimiento impactante, es de parvulitos, pero si uno se deja ir más allá de lo que el primer pensamiento sugiere –que es uno rápido y anodino, para no complicarse mucho-, puede permitirse tomar conciencia de una observación privilegiada, que ahora sí toma visos de ser importante, porque el pensamiento puede derivar hacia la evidencia de que estuvieron, pero ellos ya no están, y uno sí está. De momento.
Esta certidumbre, sentida con toda la intensidad en el lugar exacto donde se debe sentir, aprovechando el momento exacto en que está abierta la puerta que lleva al Conocimiento, puede conseguir que uno se dé cuenta, de un modo ya innegable y con una rotundidad que no requiera más explicaciones, que su vida, la vida propia, la única vida de la que se dispone, se va a acabar. (Los más perspicaces, aprovecharán para darse cuenta al mismo tiempo de que hasta que llegue ese momento irán envejeciendo, cada segundo un poco más, y que el porvenir –tanto en el aspecto físico como mental- cada vez es menos halagüeño)
Los que ahora yacen, algún día estuvieron vivos. Todos tuvieron padres y algunos de ellos tuvieron hijos. Alguien les acompañó el día que se trasladaron ahí, y alguien les lloró por compromiso o con auténtico dolor. Alguien aún les añora y algunos repiten que no pueden vivir sin él o sin ella. Pero siguen vivos.
Me provoca una sonrisa -que disimulo bastante bien- cuando leo algo que se pone en los nichos: “PROPIEDAD DE…” y está añadido el nombre de una persona que ya no está. Le sobrevivió su “propiedad”. Él ya no está pero su “propiedad”, sí. ¿Propiedad? Ya no tienes nada, le digo. Como nunca tuviste nada. Sólo había un papel que indicaba un derecho exclusivo a un uso TEMPORAL. ¿Tener? No tenemos nada. Tenemos nada, mejor dicho.
“¡Cuánto penar para morirse uno!”, escribió Miguel Hernández. Cuánto penar a lo largo de la vida para llegar hasta el momento en que los afortunados se dan cuenta de la nimiedad de las cosas, de lo efímero de lo agradable y de lo desagradable, de la ridiculez de algunos de nuestros sufrimientos más dramáticos, de la trivialidad de las cosas que en alguna ocasión nos han deslumbrado y después hemos comprobado que eran oropel y bisutería, de las tonterías que hemos convertido en un mundo de drama, de la puerilidad de algunas de nuestras decisiones más “maduras”, de cómo aquel enfado por algo intranscendente nos arruinó una tarde o una vida, de cómo no supimos ver la grandeza en lo calificado como pequeño, y cómo no sentimos lo infinito en más ocasiones.
“La muerte es lo único seguro de la vida”, se dice con razón. También es el auténtico final de cada camino, y la meta hacia la que marchamos sin darnos cuenta, dando un paso imparable cada segundo.
Ahí yacen reyes y plebeyos, mujeres ilustres y agricultores, los que eran venerados cuando estaban vivos y los que no pudieron comprar la eternidad con toda su fortuna. Ahí estaremos todos. O en cenizas espolvoreadas al viento, que es lo mismo, o sea, que no estaremos ni en un sitio ni en otro.
Y no es momento de referirse aquí a reencarnaciones, a otros estados etéreos, o al alma. Se trata de que hoy que lees esto eres uno de esos que se denominan vivos –sólo porque tu corazón late- aunque en realidad estar vivo sea estar constante y conscientemente atento a la vida.
Ahora, en este mismo momento, es tu oportunidad de vivir. La inaplazable e irrepetible oportunidad de vivir este instante, esta situación, esta vida.
Ahora o nunca.
No mañana, o cuando me jubile, ni el fin de semana, o en vacaciones… Ahora o nunca. Este instante, ahora o nunca. Este día, ahora o nunca. Tu vida, ahora o nunca.
Pero eso, como muchas otras cosas, sólo depende de ti, de tu voluntad, del amor que sientas por ti, de que tengas afinada la consciencia, y de que te atrevas.
Como siempre, tú decides.
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales
Si le ha gustado este artículo ayúdeme a difundirlo compartiéndolo. Gracias.
En mi opinión, una experiencia que nos puede poner las cosas muy en su sitio es… un paseo lento, silencioso, y muy atento a las reflexiones, por un cementerio. Preferiblemente a primera hora, cuando todavía no hay gente. Y es preferible hacer una visita expresamente para ello y no aprovechar un día en que haya que acudir a un entierro.
Si se hace en un día gris o lluvioso, los descubrimientos van a ser más pesarosos, más tristes y casi deprimentes; si se hace en un día de sol, o muy claro, el hecho de estar entre muertos y sentirse vivo es más impactante y positivo.
¿Para qué sirve? Es mejor no escribir aquí qué es lo que puede pasar o qué es lo que hay que sentir, porque eso condicionaría y haría estar más pendiente de la fenomenología que de la experiencia vivencial, que ha de ser –como todas las experiencias- personal e intransferible.
Lo que sí va a suceder en cualquier caso es que uno acabará repitiendo el mismo pensamiento que tienen todos aquellos que visitan un cementerio: que todos los que yacen allí un día estuvieron vivos.
No es un descubrimiento impactante, es de parvulitos, pero si uno se deja ir más allá de lo que el primer pensamiento sugiere –que es uno rápido y anodino, para no complicarse mucho-, puede permitirse tomar conciencia de una observación privilegiada, que ahora sí toma visos de ser importante, porque el pensamiento puede derivar hacia la evidencia de que estuvieron, pero ellos ya no están, y uno sí está. De momento.
Esta certidumbre, sentida con toda la intensidad en el lugar exacto donde se debe sentir, aprovechando el momento exacto en que está abierta la puerta que lleva al Conocimiento, puede conseguir que uno se dé cuenta, de un modo ya innegable y con una rotundidad que no requiera más explicaciones, que su vida, la vida propia, la única vida de la que se dispone, se va a acabar. (Los más perspicaces, aprovecharán para darse cuenta al mismo tiempo de que hasta que llegue ese momento irán envejeciendo, cada segundo un poco más, y que el porvenir –tanto en el aspecto físico como mental- cada vez es menos halagüeño)
Los que ahora yacen, algún día estuvieron vivos. Todos tuvieron padres y algunos de ellos tuvieron hijos. Alguien les acompañó el día que se trasladaron ahí, y alguien les lloró por compromiso o con auténtico dolor. Alguien aún les añora y algunos repiten que no pueden vivir sin él o sin ella. Pero siguen vivos.
Me provoca una sonrisa -que disimulo bastante bien- cuando leo algo que se pone en los nichos: “PROPIEDAD DE…” y está añadido el nombre de una persona que ya no está. Le sobrevivió su “propiedad”. Él ya no está pero su “propiedad”, sí. ¿Propiedad? Ya no tienes nada, le digo. Como nunca tuviste nada. Sólo había un papel que indicaba un derecho exclusivo a un uso TEMPORAL. ¿Tener? No tenemos nada. Tenemos nada, mejor dicho.
“¡Cuánto penar para morirse uno!”, escribió Miguel Hernández. Cuánto penar a lo largo de la vida para llegar hasta el momento en que los afortunados se dan cuenta de la nimiedad de las cosas, de lo efímero de lo agradable y de lo desagradable, de la ridiculez de algunos de nuestros sufrimientos más dramáticos, de la trivialidad de las cosas que en alguna ocasión nos han deslumbrado y después hemos comprobado que eran oropel y bisutería, de las tonterías que hemos convertido en un mundo de drama, de la puerilidad de algunas de nuestras decisiones más “maduras”, de cómo aquel enfado por algo intranscendente nos arruinó una tarde o una vida, de cómo no supimos ver la grandeza en lo calificado como pequeño, y cómo no sentimos lo infinito en más ocasiones.
“La muerte es lo único seguro de la vida”, se dice con razón. También es el auténtico final de cada camino, y la meta hacia la que marchamos sin darnos cuenta, dando un paso imparable cada segundo.
Ahí yacen reyes y plebeyos, mujeres ilustres y agricultores, los que eran venerados cuando estaban vivos y los que no pudieron comprar la eternidad con toda su fortuna. Ahí estaremos todos. O en cenizas espolvoreadas al viento, que es lo mismo, o sea, que no estaremos ni en un sitio ni en otro.
Y no es momento de referirse aquí a reencarnaciones, a otros estados etéreos, o al alma. Se trata de que hoy que lees esto eres uno de esos que se denominan vivos –sólo porque tu corazón late- aunque en realidad estar vivo sea estar constante y conscientemente atento a la vida.
Ahora, en este mismo momento, es tu oportunidad de vivir. La inaplazable e irrepetible oportunidad de vivir este instante, esta situación, esta vida.
Ahora o nunca.
No mañana, o cuando me jubile, ni el fin de semana, o en vacaciones… Ahora o nunca. Este instante, ahora o nunca. Este día, ahora o nunca. Tu vida, ahora o nunca.
Pero eso, como muchas otras cosas, sólo depende de ti, de tu voluntad, del amor que sientas por ti, de que tengas afinada la consciencia, y de que te atrevas.
Como siempre, tú decides.
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales
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Francisco de Sales- Cantidad de envíos : 1696
Fecha de inscripción : 15/12/2012
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