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EN EL CAMINO
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EN EL CAMINO
EN EL CAMINO
Por encontrar su rastro estaba dispuesto a consumir cuanta parte de su tiempo fuera necesaria, dejando la vida en el empeño si fuese preciso, dispuesto a estrellarse, arrastrarse, rogar, voltear el mundo, todo sin restricción con tal de encontrar su rastro.
Por volverla a ver era capaz de emprender un camino guiado por una intuición inexplicable, por su instinto, por el olfato de perro viejo, por los demonios si fuera necesario, con tal de volverla a ver.
La llevaba tan en su corazón, en su totalidad, en todos sus instantes, que no podía seguir respirando el aire que era inánime si no estaba a su lado de nuevo y no podía respirarla a ella; si no podía saciar el olfato de su perfume, saciar el espíritu de su espíritu, saciarse todo de ella, atesorarla, tenerla para siempre, porque el mundo carecía de su esencia si no estaba.
“No tenía que haberla dejado partir”, se lamentó por enésima vez.
“Tenía que haber luchado más”, se recriminó de nuevo.
“Los hombres somos muy torpes para los asuntos del corazón”, pensó, porque quiso creer que así, generalizando su error, se descargaba de la culpa, pero no le sirvió como no le había servido en otras ocasiones.
El mundo la escondía en alguno de sus escondrijos, pero… ¿en cuál?
No sabía por dónde empezar.
A pesar de ello, y porque no tenía otra opción, se cargó al hombro la mochila de sus pertenencias imprescindibles y se echó al camino.
Le hubiera sido más fácil si recordara que en las últimas conversaciones desesperadas, cuando ella le rogaba a cada instante que estuviera más con ella, que la cuidara, que la tasara en justicia, le había dicho que el Convento de Salesas de aquel pequeño pueblecito de Soria donde habían estado un fin de semana era el único lugar donde estaría si no estuviera con él.
Por esa costumbre atroz de escucharse y no escuchar, pasó por alto la pista, por eso estuvo varios meses rodando, llenando los despachos policiales de denuncias de desaparición, recuperando amistades comunes para averiguar si alguien sabía de ella, intentando que el azar colaborase con él, probando silencios en los que hacía un nido por si el rastro que ahora buscaba tuviera a bien manifestarse o marcarse en el cielo como hizo una estrella con los Reyes Magos.
No fue capaz de recordarlo: las Salesas, el pueblecito de Soria, el único lugar donde estaría si no estuviera con él…
Así que tuvo tiempo de probar un amplio surtido de desesperaciones, desde la soportable hasta la más cruel y punzante, y sólo le ayudó a mantenerse a flote en aquel desconcierto una fe irrazonable que le convencía, con grandísimo esfuerzo, que al final se resolvería.
Tuvo un sueño muy desagradable del que se hubiera despertado gustosamente si hubiera podido ya que no le hacía gracia que la obsesión diurna acaparase también las noches.
Ella flotaba por encima de él, llamándole, incitándole a que la siguiera, pero él se mantenía en su postura de estatua y no tenía la mínima intención de despegarse del pedestal y seguirla, volando, como ella le pedía, porque volar era imposible para él.
Ella ejecutaba danzas deslizándose por el aire para demostrarle que las limitaciones sólo existen para quien cree en ellas.
Él ni siquiera intentaba un mínimo aleteo, ni siquiera desplegar los brazos.
Ella volvía a pasar delante de él, perfumándole con el rastro que él buscaba, le tocaba con la varita mágica que desprendía estrellitas doradas, le agarraba de sus manos para arrancarle de la sujeción irreal, y él se estremecía en llanto por el contacto de sus manos, que colmaba el mayor de sus deseos, pero seguía aferrado a la sordera y a la inmovilidad de su costumbre; seguía en su aire estancado, en su tradición innecesaria.
Aquel sueño le produjo torturas insoportables.
Despertó deshecho.
La noche siguiente le trajo otro sueño en el que se mostró más receptivo porque a lo largo del día había volteado el anterior y se había dado cuenta de su pésima actuación.
Se había propuesto que esta vez escucharía con el alma, respondería con el corazón, y rompería cualquier atadura que se empeñara en sujetarle. Durante todo el día observó los pájaros, ensayó la gracia del vuelo e imaginó la sensación del aire frío de las alturas estrellándose contra su cara, y ella a su lado, eternamente a su lado, para el resto de la eternidad volando a su lado.
Así que en cuanto se quedó dormido y apareció, las alas desplegadas, la sonrisa puesta, el ánimo inmejorable, se desprendió del pedestal carcelero y voló con ella, voló, voló… volaron…
Cuando el juez de guardia llegó para autorizar el levantamiento del cadáver se sorprendió porque era
la primera vez que veía un muerto sonriente.
El forense, en un arranque de caridad, certificó que la causa de la muerte de aquel hombre había sido la felicidad.
Francisco de Sales
(Más poesías y prosa en www.franciscodesales.es)
Por encontrar su rastro estaba dispuesto a consumir cuanta parte de su tiempo fuera necesaria, dejando la vida en el empeño si fuese preciso, dispuesto a estrellarse, arrastrarse, rogar, voltear el mundo, todo sin restricción con tal de encontrar su rastro.
Por volverla a ver era capaz de emprender un camino guiado por una intuición inexplicable, por su instinto, por el olfato de perro viejo, por los demonios si fuera necesario, con tal de volverla a ver.
La llevaba tan en su corazón, en su totalidad, en todos sus instantes, que no podía seguir respirando el aire que era inánime si no estaba a su lado de nuevo y no podía respirarla a ella; si no podía saciar el olfato de su perfume, saciar el espíritu de su espíritu, saciarse todo de ella, atesorarla, tenerla para siempre, porque el mundo carecía de su esencia si no estaba.
“No tenía que haberla dejado partir”, se lamentó por enésima vez.
“Tenía que haber luchado más”, se recriminó de nuevo.
“Los hombres somos muy torpes para los asuntos del corazón”, pensó, porque quiso creer que así, generalizando su error, se descargaba de la culpa, pero no le sirvió como no le había servido en otras ocasiones.
El mundo la escondía en alguno de sus escondrijos, pero… ¿en cuál?
No sabía por dónde empezar.
A pesar de ello, y porque no tenía otra opción, se cargó al hombro la mochila de sus pertenencias imprescindibles y se echó al camino.
Le hubiera sido más fácil si recordara que en las últimas conversaciones desesperadas, cuando ella le rogaba a cada instante que estuviera más con ella, que la cuidara, que la tasara en justicia, le había dicho que el Convento de Salesas de aquel pequeño pueblecito de Soria donde habían estado un fin de semana era el único lugar donde estaría si no estuviera con él.
Por esa costumbre atroz de escucharse y no escuchar, pasó por alto la pista, por eso estuvo varios meses rodando, llenando los despachos policiales de denuncias de desaparición, recuperando amistades comunes para averiguar si alguien sabía de ella, intentando que el azar colaborase con él, probando silencios en los que hacía un nido por si el rastro que ahora buscaba tuviera a bien manifestarse o marcarse en el cielo como hizo una estrella con los Reyes Magos.
No fue capaz de recordarlo: las Salesas, el pueblecito de Soria, el único lugar donde estaría si no estuviera con él…
Así que tuvo tiempo de probar un amplio surtido de desesperaciones, desde la soportable hasta la más cruel y punzante, y sólo le ayudó a mantenerse a flote en aquel desconcierto una fe irrazonable que le convencía, con grandísimo esfuerzo, que al final se resolvería.
Tuvo un sueño muy desagradable del que se hubiera despertado gustosamente si hubiera podido ya que no le hacía gracia que la obsesión diurna acaparase también las noches.
Ella flotaba por encima de él, llamándole, incitándole a que la siguiera, pero él se mantenía en su postura de estatua y no tenía la mínima intención de despegarse del pedestal y seguirla, volando, como ella le pedía, porque volar era imposible para él.
Ella ejecutaba danzas deslizándose por el aire para demostrarle que las limitaciones sólo existen para quien cree en ellas.
Él ni siquiera intentaba un mínimo aleteo, ni siquiera desplegar los brazos.
Ella volvía a pasar delante de él, perfumándole con el rastro que él buscaba, le tocaba con la varita mágica que desprendía estrellitas doradas, le agarraba de sus manos para arrancarle de la sujeción irreal, y él se estremecía en llanto por el contacto de sus manos, que colmaba el mayor de sus deseos, pero seguía aferrado a la sordera y a la inmovilidad de su costumbre; seguía en su aire estancado, en su tradición innecesaria.
Aquel sueño le produjo torturas insoportables.
Despertó deshecho.
La noche siguiente le trajo otro sueño en el que se mostró más receptivo porque a lo largo del día había volteado el anterior y se había dado cuenta de su pésima actuación.
Se había propuesto que esta vez escucharía con el alma, respondería con el corazón, y rompería cualquier atadura que se empeñara en sujetarle. Durante todo el día observó los pájaros, ensayó la gracia del vuelo e imaginó la sensación del aire frío de las alturas estrellándose contra su cara, y ella a su lado, eternamente a su lado, para el resto de la eternidad volando a su lado.
Así que en cuanto se quedó dormido y apareció, las alas desplegadas, la sonrisa puesta, el ánimo inmejorable, se desprendió del pedestal carcelero y voló con ella, voló, voló… volaron…
Cuando el juez de guardia llegó para autorizar el levantamiento del cadáver se sorprendió porque era
la primera vez que veía un muerto sonriente.
El forense, en un arranque de caridad, certificó que la causa de la muerte de aquel hombre había sido la felicidad.
Francisco de Sales
(Más poesías y prosa en www.franciscodesales.es)
Francisco de Sales- Cantidad de envíos : 1674
Fecha de inscripción : 15/12/2012
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